lunes, 29 de septiembre de 2014

Fotografía: La nada, ese absoluto olvido

Por Isabel Manuela Estrada Portales 
Publicado en Diario de Cuba

¿Qué une a dos poetas en el esfuerzo creativo? El público es un transeúnte que tropieza ante la escalera de entrada a una galería y decide dejarse descansar por las ventanas colgadas en las paredes. ¿Qué creen Carmen y Leo que se llevará consigo ese mirante fortuito? ¿Por qué necesitaban juntar las cosas para nombrarlas? ¿Hay alguna verdad conjunta que sería solo a medias si no la expresaran muestras gemelas?
Uno se pregunta esas cosas cuando observa la exposición Pérdida de lo absolutode Carmen Rivero (La Habana), y Combatir la nadade Leo Simoes (Iurreta, 1968), que plantea desde su anuncio un problema sintáctico: es una exposición con dos títulos, pero no son dos exposiciones. Entonces uno se ve obligado, compulsivamente, a entender esa unicidad que no puede ser azarosa, mero fruto de la conveniencia, el pragmatismo, la amistad.
Ver galería de fotos: El absoluto y la nada
Visitar la exposición: Pérdida de lo absoluto de Carmen Rivero y Combatir la nada de Leo Simoes (Galería Entropiqa, Calle Alhóndiga 18, Granada, España, 13 septiembre-13 octubre de 2014).

lunes, 8 de septiembre de 2014

No hay derechos de negros que el poder blanco deba respetar

Por Isabel Manuela Estrada Portales


‘Mamá, un negro’ escuchó Frantz Fanon en París. En ese momento entendió con dolorosa, meticulosa claridad, la distancia insalvable entre él y los blancos de esa ciudad que aún desangraba a su raza como sanguijuelas, como si fueran otra especie.

Tantos años después todavía tenemos que preocuparnos de cómo nos ven. Ya no es la mirada sorprendida de un niño en su primer encuentro con la diversidad, con lo que debería ser diferencia insignificante. Ahora es la mirada entrenada de los miembros de un sistema de poder que usufructúa esa diferencia como explicación, juicio moral, código pseudo-genético que nos separa más que si fuéramos dos especies.

Nuestra imagen debe preocuparnos mucho. Es cuestión de vida o muerte. Literalmente. Esa imagen va por la calle con una sudadera y la persiguen. Le disparan como no lo harían con un perro. Esa imagen entra a una tienda y la siguen, la miran con sospecha. Esa imagen es acribillada a balazos por la policía, recibe un tiro en la cara cuando toca a una puerta para pedir ayuda, es balaceada. Esa imagen se comporta mal, bebe, trafica drogas, abusa de la asistencia social, roba, mata, se amotina, viola, va a prisión. Y entonces esa imagen se convierte en una confirmación de sí misma. Esa imagen justifica a los cabilderos de armas que no se atreven a nombrar el color de sus miedos. Esa imagen, para sorpresa de todos, es rescatada repetidas veces de la pena de muerte por exámenes de ADN.

Nunca le disparan a una persona con nombre. Es una imagen demasiado familiar. El rostro familiar de la malicia y la criminalidad. El rostro familiar del mal. El rostro familiar de todo lo que debe rehuirse. Se trata de borrar a la negritud en millones de formas.

Esa imagen que fue construida para justificar nuestra esclavización y continua explotación a través de las recurrentes metamorfosis de la esclavitud, sorprendentemente, nos perjudica. El 6 de marzo de 1857, el entonces Jefe de la Corte Suprema, Roger Taney publicó una opinión legal que lo dejó dicho todo:

[Los negros] han sido vistos por más de un siglo como seres inferiores, y completamente no aptos para asociarse con la raza blanca sea social o políticamente; y tan inferior que ellos no tienen ningún derecho que el hombre blanco este obligado a respetar; y que el negro puede justa y legalmente ser reducido a esclavitud para su propio beneficio. Él fue comprado y vendido, y tratado como un artículo ordinario de mercancía y tráfico, cada vez que se podía sacar una ganancia de eso. (Traducción mía).
Cada vez que esa imagen se confirma a sí misma a través del mal comportamiento de alguno de sus exponentes, nosotros decimos que somos lo que ellos dicen que somos. Y esto dificulta que a los blancos de buen corazón y a aquellos en las estructuras de poder les nazca la buena voluntad de venir a ayudarnos y decidir que, tal vez, sólo tal vez, es hora de enfrentar algunas de las causas de la miseria que Ferguson, Missouri muestra, y que es sólo una instantánea de una realidad muy bien descrita en el artículo Ferguson, Watts and a Dream Deferred.

Mientras las crisis económicas de la última década y media han pasado factura al ingreso medio de todas las razas y grupos étnicos, los negros fueron los más fuertemente golpeados. En el 2012, el ingreso medio de los hogares negros había caído a 58.4 por ciento del ingreso de los blancos, casi donde estaba en 1967 – 7.9 puntos por debajo de su nivel en 1999. (Esta tabla del Censo muestra las tendencias a largo plazo del ingreso de los grupos demográficos más grandes en E.E.U.U.) (Traducción mía).

Tenemos la carga de demostrar la falsedad de algo que nunca fue verdad. De otro modo, no recibiremos la ayuda que necesitamos para mejorarnos. Nadie, por supuesto, habla de recibir lo que se nos debe por siglos de trabajo forzado.

Esa imagen es tan dañina que quienes no nos distanciamos suficientemente de ella sufrimos más prejuicio en la vida diaria, según dice Cheryl Kaiser, profesora de psicología de la Universidad de Washington, en un estudio de 2009.

La investigación ha demostrado que mientras más las minorías se identifican con su grupo, reportan experimentar más prejuicio…Nuestros estudios ofrecen una explicación alternativa, al mostrar que los blancos reaccionan más negativamente hacia las minorías que se identifican más marcadamente, que hacia las que se identifican de forma más débil. (Traducción mía).

Por supuesto, esa imagen a veces va a la guerra a defender un país que la desprecia; se vuelve policía; muere mientras rescata gente de un edificio en llamas; escribe gran literatura; se vuelve bióloga marina; encanta con su música; danza en gloria. Pero en esos casos, al menos en algunos, esa imagen cobra un nombre. Una vez esa imagen se hizo Presidente y de pronto creímos en la redención, sólo para descubrir que mejorar esa imagen no era nuestro sino. Comprendimos lo olvidado: que cuando esa imagen es corregida por la evidencia se sobreviene una reacción negativa sin precedente.

Y siempre nos maravillamos, ¿por qué el crimen de un negro es una mácula en toda la comunidad y cuando un blanco mata niños en una escuela no embarra la imagen de la comunidad blanca? De hecho, ¿por qué el que aún estemos recuperándonos de la explotación salvaje a la que los blancos nos sometieron nos da una mala imagen; mientras su salvaje crueldad es loada como el medio para “construir la mejor nación del mundo”?

Pero nuestra imagen debe preocuparnos. ¡Oh, sí! Debe preocuparnos. De hecho, es un asunto mortal. La sociedad no es nuestra. Ni nosotros de ella. Es una sociedad de la que somos la suciedad. Es una estructura de poder que nos tolera sin aceptarnos. Como el artículo In Ferguson, Black Town, White Power lo describe con tanta aptitud, las disparidades de poder en Ferguson no son sólo en blanco y negro, sino también en verde, de dinero…Irónicamente, los negros carecemos del verde del poder. Y con las condicionantes actuales, pasará mucho tiempo antes de que podamos cambiar eso.

Con básicamente fuerzas policiales blancas que dependen desproporcionalmente de los ingresos de las multas de tráfico, los negros son parados por la policía, multados y arrestados en números que superan ampliamente su representación en la población, según un informe reciente del fiscal general de Missouri. En Ferguson el año pasado, 86 por ciento de las paradas, 92 por ciento de los registros y 93 por ciento de los arrestos fueron de negros – a pesar de que la probabilidad de que los policías encontraran contrabando en los choferes negros era mucho menor (22 por ciento versus 34 por ciento en choferes blancos). Esto empeora la desigualdad, dado que los negros que ya están pasando trabajo hacen más para financiar el gobierno local que los relativamente más acomodados. (Traducción mía).

Esa imagen todavía enriquece a quienes la sostienen. Esa imagen todavía produce. Esa imagen somos nosotros. Es convenientemente nosotros. E incluso cuando esa imagen tiene sus manos arriba, en gesto indefenso de sumisión, aún no tiene ningún derecho que la estructura blanca de poder esté obligada a respetar. Esa imagen es el único nosotros que el sistema necesita…y cuando nos amotinamos, oh, entonces, ¿ve? ¿Qué le habíamos dicho sobre ellos?

viernes, 5 de septiembre de 2014

Beneficio de inventario: El año más bellamente cruel

By Isabel M. Estrada-Portales

Para Harold, el más hermoso regalo


Llegó el 2 de septiembre y el calendario insiste en asegurarse de que yo sepa que ha pasado el tiempo, la vida, la pena y – apenas me atrevo a decirlo – la felicidad. Pero esta última decidió quedarse, como si fuera un derecho, como si la mereciera.

Sin embargo, ha sido el peor año de mi vida. O creía yo eso.

Hace años yo era muy joven, tan joven que los brazos de Víctor Estrada todavía me protegían y su murmullo me leía libros interminables. Yo era muy joven. Vivía en una isla que creía que había encontrado todas las respuestas y yo era tan joven que me lo creía y era feliz. Un día lloré mucho, porque no podía entender cómo podía ser tan feliz en un mundo que me echaba a la cara su dolor continuamente. ¿Cómo no sentir esa infelicidad? Era demasiado joven. Papá dijo las cosas que se dicen cuando uno sabe que no puede proteger a sus hijos del dolor real. Palabras que salen de la frustración y de los años, imagino.

Entonces me leyó, enterito, un libro precioso y desgarrador, Dágame. Una historia de sufrimiento innecesario. Una historia de hombres destruyendo y pisoteando. Una historia de la vida. Lloré, lloré y lloré. Sus brazos me rodeaban. Su mano me secaba las lágrimas con su pañuelo – mi papi era un caballero antiguo, nunca se sentaba a la mesa sin camisa; nunca andaba sin un pañuelo – pero seguía leyendo, mientras ignoraba la mirada de rabia y angustia de mi madre, lista para abofetearlo. Imagino que así me dijo: “Sí, hay mucho dolor en el mundo que no puede ignorarse; que tienes que sentir y tratar de aliviar. Pero la felicidad que sientes en mi abrazo y bajo los ojos protectores de tu madre te sostendrá y te dará la fuerza”.

La felicidad, aprendí entonces, es como el hambre: no por compartirla toca a menos, al contrario.

Mi felicidad duró poco. Apenas dos años después perdí a mi padre. Yo tenía 11 años. Todavía era muy joven. Esa pérdida se sentía como una ausencia. Una ausencia constante de su pierna en el brazo del sillón, de su lugar en la mesa, de su voz explicándome el mundo, de sus manos que imagino enamoraron a mi madre. Pero era una ausencia mayor. Una ausencia que camina contigo y te asfixia. Una ausencia que no se puede sacudir. Temes que la ausencia se convierta en el todo y que lo único que recuerdes es que debe haber habido alguien a quien amaste mucho, dada la inmensidad de la ausencia.

Entonces descubrí, más bien desarrollé, una forma muy rara de olvidar. Más bien una forma de extirpar una memoria que no podía ser. En algún momento dejé de sentir la ausencia. Era algo foráneo. Ahí me volví realmente huérfana. Fue como si mi padre, sin quererlo, me hiciera otro regalo.

Años después, la isla que tenía todas las respuestas demostró no tener siquiera preguntas permisibles y tuve que dejarla. También dejé atrás a mi hija mayor, una bebé entonces. Inconscientemente, mientras el dolor se acendraba, de nuevo lo extirpé. Me volví totalmente racional. Hice todo lo que tenía que hacer para traer a mi hija, pero olvidé que ella era una niña, una bebé preciosa que salió de mí con vigor y, como sería el sino de su vida, un poco de prisa, con un grito de guerra. Y que me hizo reír y llorar al mismo tiempo, mientras la sangre salía de mí.

El 2 de septiembre del 2013 el mundo se me venía encima. Esa hermosa bebé, ahora una joven deslumbrante, atravesaba lo que espero sea el peor sufrimiento de su vida. Yo, por mi parte, empezaba a entender el error esencial de hacer por nuestras hijas cosas que no quisiéramos que ellas hicieran por nadie. Descubrí que estaba viviendo mi vida como una ausencia. Me había conformado y confinado a una vida sin amor y por deber. Era huérfana de una parte increíblemente importante de mi vida. Había recurrido nuevamente a un ejercicio de olvido no de lo insignificante sino de lo esencial. Las vidas que vivimos nos permiten ocupar casi todos los espacios. Y el sufrimiento que nos rodea nos da excusa suficiente para permitirnos ser infelices…tenemos mucha compañía. La felicidad, aparentemente, de nuevo parecía un lujo inmerecido. Yo había olvidado de verdad las lecciones de mi padre. No podía imaginar peores tiempos.

La vida continuó. Encontré cómo ayudar a mi hija y ella se encontró a sí misma. Y a medida que la veía florecer, percibí como la felicidad me rodeaba. Mi hija menor, destruida por el dolor de su hermana, salió de su crisálida. Y me di cuenta de que les debía mi felicidad, en ambos sentidos: ellas me hacían feliz y yo debía ser feliz para que ellas lo vieran. Pese a todos mis discursos y mi activismo y mis exigencias de que dieran de sí al mundo – que sólo parece haber empeorado desde hace mil años cuando me hacía llorar a mí – no les había dado la certeza de la felicidad que mi padre me legó y me había sostenido en los momentos más duros. Me prometí corregirlo.

Y vino el azar. El azar concurrente, como diría el poeta cubano.

Un día hubo un guiño, un mensaje, una conversación que no tiene fin. Un par de manos fuertes y hermosas que saltaron a sostenerme. Una risa que me ordena el mundo. Una risa reparadora. Un torrente de palabras e imágenes que me enamora. Un seductor respeto a mis delirios. Una sorpresa respetuosa ante el milagro de las palabras. Una música. Una cadena de pasiones compartidas. Un amor a una ciudad que compartimos sin haberlo sabido y ahora extrañamos (La Habana, por supuesto. ¿Acaso existe otra ciudad?) Un lenguaje común que no enseñan las escuelas. Un rostro absoluto y cautivador.

Un día, en el medio de los peores tiempos, su sonrisa bajó de un avión. Se abrieron las puertas de cristal. Y la felicidad no fue meramente posible: se tornó un mandato ineludible. 

Read it in English: Birthday blues: The worst beautiful year

viernes, 6 de junio de 2014

Las mujeres de la familia

De la serie Cartas dolorosas a la amada Carmen.

Mi hija Carmen está lejos en estos tiempos, está en un lugar hermoso, recuperándose, fortaleciéndose y embelleciéndose más, si es que eso es posible. Está allá porque un profesor abusó de ella. Él ya se declaró culpable y lo sentenciaron hoy. Con un valor infinito, Carmen me dijo que quería que yo diera testimonio público en la sentencia, aunque podríamos hacerlo anónimamente. Yo quería dar testimonio porque nosotras no tenemos nada de qué avergonzarnos y los predadores sexuales se aprovechan de la vergüenza de sus víctimas. Pero en este caso, necesitaba el permiso de Carmen, pues ella es la más afectada.

Su valor me inspiró a contar mi propia historia de violencia sexual, para ser consecuente. Y de paso la historia de nuestra antepasada, la abuela de las abuelas.

Read in English: The women of the family

Las mujeres de la familia

por Isabel Manuela Estrada Portales

Pese a mi infatigable feminismo, que suele hacer que ustedes reviren los ojos hasta dislocarlos, de algún modo he obviado, tal vez por la parte brutal que tiene, celebrar y honrar lo suficiente la parte femenina de la familia. La historia que suelo contar es la de los abuelos que siempre ganaban batallas – el General Francisco Estrada de las Guerras de Independencia, quien solamente engendró 51 hijos…no preguntes.

Sin embargo, la heroína de nuestra estirpe es una negra esclava cuya belleza, cuenta la leyenda, hubiera parado el tráfico en tiempos posteriores, pero en aquel entonces incitaba al látigo y la lascivia – el látigo instigado por la frígida Doña Zulueta y la lascivia desbordada por su esposo, Don Zulueta, cuyo apellido llevamos.

Lamentablemente, de la hermosa María Zulueta solo heredé yo las caderas donde se almacena el chocolate, pero mi madre y mis hijas recogieron todo su esplendor…y al parecer, su osadía.

María tuvo muy joven a la primera mulata de la familia, también María, hija, obviamente de Don Zulueta. El parto, al parecer, le realzó la belleza, le amplió las caderas y le acentuó el coraje. Los dos primeros no le pasaron desapercibidos a Don Zulueta hijo (el “niño”), para su desgracia, el tercero, sí.

Tal vez necesitaba probar algo a su padre, tal vez vengaba a su madre. Cuentan que la poseyó una noche tan salvajemente que María sangró por días y casi no podía amamantar. Pero sanó. Y la belleza increíble que era su perdición fue también su ardid.

María usaba un crucifijo grande, de metal, dádiva generosa de Don Zulueta padre. El domingo anterior habían “trabajado” el crucifijo. (Me imagino que te reirás, Carmen, de oírme conceder esto, pero si su creencia en los santos la ayudó a perder el miedo, la evolución bendiga a Ochún y al resto del panteón).

Un día fue, hermosa y seductora, toda vestida de amarillo, a buscar al niño Zulueta. Él no se sorprendió. Las negras nunca somos realmente violadas. A las negras nos encanta que nos posean como a animales salvajes y que nos desgajen el cuerpo y el alma. Eso sabía él. Eso sabía María que él creía saber.

María podía seducir con el pensamiento. Contonearse bastaba para mover montañas. Ese pichón de sátrapa no tenía escapatoria. No sé los detalles entre el momento en que se cerró la puerta y el momento en que María salió corriendo por ella, aún desnuda y riendo. El crucifijo estaba embadurnado de sangre.

La risa de María la apagaban los gritos del niño Zulueta, con las cuencas sangrándole donde los ojos solían ir.

María no llegó muy lejos, pero su hija ya había escapado la noche antes en brazos de otra esclava y su marido. Y se crió cimarrona, de ahí tal vez nos venga a ti y a mí lo de gitanas.

Te conté que yo también, a los 14 años, fui casi violada en el zaguán del edificio donde vivía. Me salvaron de la consumación de la barbarie los pasos de un vecino que usualmente me hubiera aterrorizado, pero esa vez vino enviado del cielo. Mami nunca contó nada de esto a mis hermanos, porque esos son un poco trogloditas cuando se trata de mí y seguramente hubieran movido cielo y tierra para buscarlo y despedazarlo. Yo, por suerte, no lo conocía ni lo volví a ver…porque en ese tiempo era más cerrera que ahora, todavía no había asimilado a fondo las nociones intelectuales de no tomar la justicia por la propia mano y esas cosas de gente fina que no se practicaban en mi barrio y tal vez se lo hubiera dicho a mis hermanos de todas formas para darme el gusto de verlos patearlo. No lo había contado nunca en público, pero ahora lo digo al mundo, porque yo no tengo nada de qué avergonzarme. Él, sí.

Y yo he sanado. Incluso ese zaguán lo recuerdo ahora con cariño porque ahí me esperó un día algún amante del entonces y del después, e imagino que el cariño de sus besos exorcizó el sitio. 


Tú vas a sanar. Tú vas a florecer, mi Carmen. No porque eres Estrada ni Portales… esos son los apellidos de los hombres de la familia, que al final eran todos un poco de machistas. Tú vas a sanar y crecer porque tú vienes de María – de la estirpe de las Sherezadas de la historia – las mujeres que han usado sus encantos, su fiereza, su inteligencia y los prejuicios de los hombres para subvertir el orden y hacer un poquito de historia, de esa de la que se escribe con minúscula… la femenina.

jueves, 17 de abril de 2014

Sabel

Cuento de juventud…creo que tenía 20 años y un sueño…y dos amigas queridas, Patricia y Berta – que se volvieron Bercia – y otra, Irma, que me recriminó el final del cuento mucho, unos años después.

Aquel banco, aquel banco donde la ternura
trenzó una alcándara nacarada
flota ahora silencioso
sobre el cortejo
H.F. Maturana

¿Estás ahí? Te necesito, Jaime. Quizás no puedas entenderlo, como yo no entiendo ahora tus ojos irritados, tus manos crispadas sobre la mesa. ¿Por qué no me abrazas? Yo quiero tu calor hasta en mis cosas últimas. Es posible que no te des cuenta. Como cuando no percibiste mis ojos vidriados de emoción y plácido esfuerzo el día que hicimos el amor, dulce y desaforadamente, por primera vez. Sólo alcancé a agradecerte con los ojos aquel instante de extrema voluptuosidad.
Acércate, Jaime. Sé que no puedes oírme, pero mírame a los ojos. Me siento desoladamente feliz. Perdona ese capricho mío de haberte amado tan intensamente y mi huida cobarde. Perdona que la vida no me haya sido suficientemente leal y el haber creído que sólo jugábamos a un exorcismo inútil. Perdona, por favor, mi mirada exánime, mi boca inerte y esta posición de mi cuerpo incitando a un ajetreo interminable en las enfermeras, a la crispación de tus dedos, al sollozo de Bercia.
Fue el dolor. Yo sabía que ese dolor infinito en las entrañas tendría este rostro. No te preocupes, ya no puedo sentirlo. Soy feliz como aquella mañana que llovió tanto mientras paseábamos y decidimos guarecernos bajo el agua estancada de una fuente. “Para acabar de empaparnos”. Fue muy cómico ver tu barba llena de pajitas y hojas. Eras entonces un elfo y yo una ondina. “A ver quién salpica más”. Así le contamos al policía aquel que nos detuvo y nos dejó después cuando notó tu acento sudamericano.
O cuando te contaba una noche aquel filme que tanto me impresionó, donde se veían gusanos monstruosos recorriendo el desierto ávidos de agua. Mis dedos recorrían las dunas de tus vellos en busca de la sustancia vivificante. Cinco gusanos persiguiendo desesperadamente el agua dulce de tu boca. Por una transferencia feliz las bocas de los gusanos eran siempre mi boca; y, el agua vital de su búsqueda, el aliento en tus labios, la humedad excitante y rosada de tu lengua.
Siempre el lecho revuelto exudaba nuestras savias o, más bien, la casa; porque no hubo resquicio que no escuchara esa mezcla babélica de palabras obscenas y reclamos anhelantes que tú llamabas “nuestro alto alemán antiguo”.
Yo no diría más, Jaime. Pero tú ¿Nunca pensaste en el frío? Era algo que estaba ahí. En el reverso de nuestras caricias, al costado de esa frase tan tuya que endurecía mis carnes “eres mi hembra”. Cada orgasmo compartido era el presentimiento de una soledad irreductible. Tampoco nos dimos cuenta aquel día en que amanecí llorando. Había soñado algo, no sabía. Estaba traspasada por una tristeza inmensa. Trataste de consolarme. Hablaste de excursiones, de lugares íntimos que habías descubierto, donde podríamos amarnos. Sonreías; pero estábamos solos, Jaime. Yo no quise creerlo y para conjurar la premonición te pedí chocolate. ¿Recuerdas?
Nos echamos a reír y seguimos, ciegos y felices, hacia lo inevitable. Más tarde fueron los lacerantes dolores del parto. Sé que mis gritos te horrorizaron. A mí me aterró ese olor aséptico y muerto y las luces del pasillo como una galería interminable. Aunque ya no hay olor ni luces. No hay galerías y yo tengo miedo. ¿Estás ahí, Jaime? Tengo miedo. Tengo mucho miedo y frío. Tengo frío…