By Isabel M.
Estrada-Portales
Para Harold, el más hermoso regalo
Llegó el 2 de septiembre y el calendario insiste en asegurarse de que yo
sepa que ha pasado el tiempo, la vida, la pena y – apenas me atrevo a decirlo –
la felicidad. Pero esta última decidió quedarse, como si fuera un derecho, como
si la mereciera.
Sin embargo, ha sido el peor año de mi vida. O creía yo eso.
Hace años yo era muy joven, tan joven que los brazos de Víctor Estrada
todavía me protegían y su murmullo me leía libros interminables. Yo era muy
joven. Vivía en una isla que creía que había encontrado todas las respuestas y
yo era tan joven que me lo creía y era feliz. Un día lloré mucho, porque no
podía entender cómo podía ser tan feliz en un mundo que me echaba a la cara su
dolor continuamente. ¿Cómo
no sentir esa infelicidad? Era demasiado joven. Papá dijo las cosas
que se dicen cuando uno sabe que no puede proteger a sus hijos del dolor real. Palabras
que salen de la frustración y de los años, imagino.
Entonces me leyó, enterito, un libro precioso y desgarrador, Dágame. Una historia de sufrimiento
innecesario. Una
historia de hombres destruyendo y pisoteando. Una historia de la vida. Lloré,
lloré y lloré. Sus brazos me rodeaban. Su mano me secaba las lágrimas
con su pañuelo – mi papi era un caballero antiguo, nunca se sentaba a la mesa sin
camisa; nunca andaba sin un pañuelo – pero seguía leyendo, mientras ignoraba la
mirada de rabia y angustia de mi madre, lista para abofetearlo. Imagino que así
me dijo: “Sí, hay mucho dolor en el mundo que no puede ignorarse; que tienes
que sentir y tratar de aliviar. Pero la felicidad que sientes en mi abrazo y
bajo los ojos protectores de tu madre te sostendrá y te dará la fuerza”.
La felicidad, aprendí entonces, es como el hambre: no por compartirla toca
a menos, al contrario.
Mi felicidad duró poco. Apenas dos años después perdí a mi padre. Yo tenía 11
años. Todavía era muy joven. Esa pérdida se sentía como una ausencia. Una
ausencia constante de su pierna en el brazo del sillón, de su lugar en la mesa,
de su voz explicándome el mundo, de sus manos que imagino enamoraron a mi
madre. Pero era una ausencia mayor. Una ausencia que camina contigo y te
asfixia. Una ausencia que no se puede sacudir. Temes que la ausencia se
convierta en el todo y que lo único que recuerdes es que debe haber habido
alguien a quien amaste mucho, dada la inmensidad de la ausencia.
Entonces descubrí, más bien desarrollé, una forma muy rara de olvidar. Más
bien una forma de extirpar una memoria que no podía ser. En algún momento dejé
de sentir la ausencia. Era algo foráneo. Ahí me volví realmente huérfana. Fue como
si mi padre, sin quererlo, me hiciera otro regalo.
Años después, la isla que tenía todas las respuestas demostró no
tener siquiera preguntas permisibles y tuve que dejarla. También dejé atrás a
mi hija mayor, una bebé entonces. Inconscientemente, mientras el dolor se
acendraba, de nuevo lo extirpé. Me volví totalmente racional. Hice todo lo que tenía
que hacer para traer a mi hija, pero olvidé que ella era una niña, una bebé preciosa
que salió de mí con vigor y, como sería el sino de su vida, un poco de prisa,
con un grito de guerra. Y que me hizo reír y llorar al mismo tiempo, mientras
la sangre salía de mí.
El 2 de septiembre del 2013 el mundo se me venía encima. Esa hermosa bebé,
ahora una joven deslumbrante, atravesaba lo que espero sea el peor sufrimiento
de su vida. Yo, por mi parte, empezaba a entender el error esencial de hacer
por nuestras hijas cosas que no quisiéramos que ellas hicieran por nadie.
Descubrí que estaba viviendo mi vida como una ausencia. Me había conformado y confinado
a una vida sin amor y por deber. Era huérfana de una parte increíblemente
importante de mi vida. Había recurrido nuevamente a un ejercicio de olvido no
de lo insignificante sino de lo esencial. Las vidas que vivimos nos permiten
ocupar casi todos los espacios. Y el sufrimiento que nos rodea nos da excusa
suficiente para permitirnos ser infelices…tenemos mucha compañía. La felicidad,
aparentemente, de nuevo parecía un lujo inmerecido. Yo había olvidado de verdad
las lecciones de mi padre. No podía imaginar peores tiempos.
La vida continuó. Encontré cómo ayudar a mi hija y ella se encontró a sí
misma. Y a medida que la veía florecer, percibí como la felicidad me rodeaba.
Mi hija menor, destruida por el dolor de su hermana, salió de su crisálida. Y
me di cuenta de que les debía mi felicidad, en ambos sentidos: ellas me hacían
feliz y yo debía ser feliz para que ellas lo vieran. Pese a todos mis discursos
y mi activismo y mis exigencias de que dieran de sí al mundo – que sólo parece
haber empeorado desde hace mil años cuando me hacía llorar a mí – no les había
dado la certeza de la felicidad que mi padre me legó y me había sostenido en
los momentos más duros. Me prometí corregirlo.
Y vino el azar. El azar concurrente, como diría el poeta cubano.
Un día hubo un guiño, un mensaje, una conversación que no tiene fin. Un par
de manos fuertes y hermosas que saltaron a sostenerme. Una risa que me ordena
el mundo. Una risa reparadora. Un torrente de palabras e imágenes que me
enamora. Un seductor respeto a mis delirios. Una sorpresa respetuosa ante el
milagro de las palabras. Una música. Una cadena de pasiones compartidas. Un
amor a una ciudad que compartimos sin haberlo sabido y ahora extrañamos (La
Habana, por supuesto. ¿Acaso existe otra ciudad?) Un lenguaje común que no
enseñan las escuelas. Un rostro absoluto y cautivador.
Un día, en el medio de los
peores tiempos, su sonrisa bajó de un avión. Se abrieron las puertas de cristal.
Y la felicidad no fue meramente posible: se tornó un mandato ineludible.
Read it in English: Birthday blues: The worst beautiful year