jueves, 17 de abril de 2014

Sabel

Cuento de juventud…creo que tenía 20 años y un sueño…y dos amigas queridas, Patricia y Berta – que se volvieron Bercia – y otra, Irma, que me recriminó el final del cuento mucho, unos años después.

Aquel banco, aquel banco donde la ternura
trenzó una alcándara nacarada
flota ahora silencioso
sobre el cortejo
H.F. Maturana

¿Estás ahí? Te necesito, Jaime. Quizás no puedas entenderlo, como yo no entiendo ahora tus ojos irritados, tus manos crispadas sobre la mesa. ¿Por qué no me abrazas? Yo quiero tu calor hasta en mis cosas últimas. Es posible que no te des cuenta. Como cuando no percibiste mis ojos vidriados de emoción y plácido esfuerzo el día que hicimos el amor, dulce y desaforadamente, por primera vez. Sólo alcancé a agradecerte con los ojos aquel instante de extrema voluptuosidad.
Acércate, Jaime. Sé que no puedes oírme, pero mírame a los ojos. Me siento desoladamente feliz. Perdona ese capricho mío de haberte amado tan intensamente y mi huida cobarde. Perdona que la vida no me haya sido suficientemente leal y el haber creído que sólo jugábamos a un exorcismo inútil. Perdona, por favor, mi mirada exánime, mi boca inerte y esta posición de mi cuerpo incitando a un ajetreo interminable en las enfermeras, a la crispación de tus dedos, al sollozo de Bercia.
Fue el dolor. Yo sabía que ese dolor infinito en las entrañas tendría este rostro. No te preocupes, ya no puedo sentirlo. Soy feliz como aquella mañana que llovió tanto mientras paseábamos y decidimos guarecernos bajo el agua estancada de una fuente. “Para acabar de empaparnos”. Fue muy cómico ver tu barba llena de pajitas y hojas. Eras entonces un elfo y yo una ondina. “A ver quién salpica más”. Así le contamos al policía aquel que nos detuvo y nos dejó después cuando notó tu acento sudamericano.
O cuando te contaba una noche aquel filme que tanto me impresionó, donde se veían gusanos monstruosos recorriendo el desierto ávidos de agua. Mis dedos recorrían las dunas de tus vellos en busca de la sustancia vivificante. Cinco gusanos persiguiendo desesperadamente el agua dulce de tu boca. Por una transferencia feliz las bocas de los gusanos eran siempre mi boca; y, el agua vital de su búsqueda, el aliento en tus labios, la humedad excitante y rosada de tu lengua.
Siempre el lecho revuelto exudaba nuestras savias o, más bien, la casa; porque no hubo resquicio que no escuchara esa mezcla babélica de palabras obscenas y reclamos anhelantes que tú llamabas “nuestro alto alemán antiguo”.
Yo no diría más, Jaime. Pero tú ¿Nunca pensaste en el frío? Era algo que estaba ahí. En el reverso de nuestras caricias, al costado de esa frase tan tuya que endurecía mis carnes “eres mi hembra”. Cada orgasmo compartido era el presentimiento de una soledad irreductible. Tampoco nos dimos cuenta aquel día en que amanecí llorando. Había soñado algo, no sabía. Estaba traspasada por una tristeza inmensa. Trataste de consolarme. Hablaste de excursiones, de lugares íntimos que habías descubierto, donde podríamos amarnos. Sonreías; pero estábamos solos, Jaime. Yo no quise creerlo y para conjurar la premonición te pedí chocolate. ¿Recuerdas?
Nos echamos a reír y seguimos, ciegos y felices, hacia lo inevitable. Más tarde fueron los lacerantes dolores del parto. Sé que mis gritos te horrorizaron. A mí me aterró ese olor aséptico y muerto y las luces del pasillo como una galería interminable. Aunque ya no hay olor ni luces. No hay galerías y yo tengo miedo. ¿Estás ahí, Jaime? Tengo miedo. Tengo mucho miedo y frío. Tengo frío…